domingo, 25 de septiembre de 2016

La cita

Estoy seguro que todo ocurrió porque se trataba de un hospital nuevo, y ya se sabe que todo lo que es nuevo, al principio, es un caos. Y más si se trata de un centro médico. Desde luego, si llega a ser el antiguo, con lo bien que me lo conocía, no habría resultado tan laberíntica la búsqueda de la sección de radiología. Acudí para una prueba. Nada grave. Algo que me podía haber evitado de no ser por esa hipocondría de la que últimamente soy preso. El caso es que me costó dios y ayuda encontrar el sitio donde me habían citado, porque, ya digo, al ser todo nuevo, un sin fin de señales te avasallan queriéndote enviar todas al sitio correcto para, al final, desembocar en el lugar equivocado. El caso es que, preguntando, preguntando, con todos con los que me encontraba sucedía lo mismo: te señalaban con el brazo enhiesto hacia el mismo lugar, incluso antes de que preguntaras, en medio de un ambiente frenético y unas prisas enloquecidas: el de mantenimiento, un celador de semblante esquizofrénico, la mujer de la limpieza…todos, todos, como en una secuencia delirante, señalaban al fondo sin mediar palabra y como temiendo que llegases tarde. Y allí, en una sala enorme y fría, me recibieron con una algarabía que despertó mis sospechas: todos se alegraban de verme como si fuese el que faltaba para festejar algún hecho importante.


Primero un guardia civil de atestados que, asintiendo como un cabezudo de feria, me dio la bienvenida en la puerta para que, una vez dentro, un tipo de aspecto siniestro que portaba en la solapa el rótulo de una empresa mortuoria me saludara tan efusivamente que más bien pareció felicitarme por algo que, desde luego, no acerté a entender. Desnortado y antes de que articulara palabra, blandiendo la citación que portaba como única defensa para explicar que venía a una ecografía y que todo debía tratarse de un error, me llevaron en volandas hasta una mesa donde yacía lo que parecía ser un cadáver cubierto por un sudario. Pero curiosamente nadie hablaba, sino que todos invitaban e inquirían con la mirada, en medio de un ballet de gestos como en una performance surrealista, a que ocupara el sitio del tipo que yacía inerte. Un raro presentimiento me embargó y un afán por querer zafarme del influjo de aquellas gentes hizo dibujar en mi rostro una mueca grotesca que hizo reír cínicamente al fornido operario de las exequias. Sacando fuerzas de flaqueza y en un intento de parar lo inevitable, quise detenerle el brazo instantes antes de que destapara al sujeto, pero lo único que conseguí fue desvanecerme. Acto que aprovechó el susodicho, sin abandonar aquella risa sardónica, para depositarme sin esfuerzo aparente ¡en la misma mesa y sobre el mismo cuerpo! ¡y sin que la ley de la impenetrabilidad cumpliera su cometido! ¿Pero, por mil diablos, esto qué es? ¿Qué puñetero truco se estaba produciendo cuando yo solo venía para que me hicieran una simple y jodida ecografía? ¿Qué clase de broma era aquella?



El caso es que allí, en aquel sitio donde hacía un frío descomunal, todos respiraron tranquilos al fin ya que habían estado probando el «zapato de cristal» a un montón de sujetos antes que a mí y el abatimiento empezaba a apoderarse de ellos, pobrecillos. Entonces, en medio del desolador silencio de la sala, comprendí que hay momentos en los que todo resulta confuso, excesivamente confuso, porque, ¿Quien era entonces el individuo al que condujeron hasta allí a través de una travesía tan extraña? ¿Y Por qué parecían todos saber adónde tenía que dirigirse? ¿De verdad será tan abigarrado, tan jodidamente complicado y vaporoso el tránsito? Desde luego que es como para volverse loco.