martes, 27 de abril de 2010

No sé si a vosotros...


A vosotros no sé si os pasará lo mismo, pero a mí ya me han metido el miedo en el cuerpo con esto de los libros digitales. Espero que aún pase algún tiempo hasta que esta amenaza se haga realidad aunque me temo que ya lo tenemos aquí, de momento, para los libros de texto.

La Universidad de Granada se torna pionera y a iniciativa de ella ya se han conformado, en principio y solo para libros de texto, unos artefactos o soportes multimedia, de antihigiénica ventana táctil, donde se podrán otear fórmulas, enunciados y pensamientos filosóficos en espera de que todo eso junto valga para la presunta formación académica de la que tanto hacen gala, entre otras cosas.


Me temo que, al igual que con los de texto, harán lo mismo con el resto de libros no tardando mucho, quedando éstos como meros ornamentos a merced del frío plumero y sin nadie que les acaricie el lomo. Se inundará el mercado con esta ‘buena nueva’ y no tardaremos en tener otro cacharro digital en casa dispuesto a dispersar ondas electromagnéticas que es de lo que se trata. Y he aquí por lo que me muestro ciertamente atribulado, cuando no desolado y compungido. Ya lo hemos importado ligado a su, como no, inseparable anglicismo: «e-books». Confieso que me aburre sobremanera leer en una pantalla; termino con las conjuntivas enrojecidas y me entero poco de lo que leo, aunque quizá sea por lo insólito de algunas propuestas.

El caso es que, a través de la ventana iluminada, mi atención se dispersa porque, como he dicho antes, me aburro soberanamente; de modo que prefiero mil veces sentir la textura del tomo y el languideo de sus hojas, antes que la tortura de tener que estar largo tiempo adorando al monitor por muy anoréxico que lo haya parido su puñetera madre. Desde la más tierna infancia, allá donde moran las historias en las que se forja la imaginación pueril, sentí especial placer al hojear ciertos libros, especialmente de aventuras.

Algunos domingos por la mañana después de echar un vistazo a los nuevos tebeos de El Capitán Trueno y El Jabato (a los que algunos no teníamos acceso por causa de la precariedad pecuniaria) en el kiosco de la plaza, nos íbamos a la biblioteca del pueblo recién estrenada a deleitarnos con aquellos volúmenes brillantes, de pasta dura y a todo color, de las aventuras de Tintín, principalmente.

Más tarde, por el gusanillo de lo nuevo, con los de Julio Verne, Mika Waltari, Mark Twain y hasta de Walter Scott y su vigoroso Ivanhoe para, finalmente, y ya corroyéndonos el vicio como posesos, establecer escarceos con la literatura contemporánea y, sobretodo, con la clásica. No fui consciente, hasta no ver la noticia publicada, del placer que supone asir con esmero algún que otro libro de un anaquel cualquiera a riesgo de dejar renqueante y trémulo al compañero adosado, para ojear cualquier sinopsis en su envés.


Y de la fascinación de adentrarse en diccionarios y enciclopedias que, marciales cual formación castrense, yacen en espera de consulta o apremio. Desde luego, maniobrar con los tomos enciclopédicos no tiene parangón frente a la impersonal Encarta o a la excesivamente democrática Wikipedia. Nada que objetar, sin embargo, a buscar algo en el «Google que estás en los cielos», ya que eso es otro cantar y un invento totalmente distinto. Sencillamente, eso, es otra cosa.

¿Qué será de las barrocas barracas de la célebre Cuesta de Moyano, si como se presagia todo se lleva a mal término a través de la endemoniada invasión cibernética? ¿Y de las coloristas y festivas ferias del libro celebradas por todos los rincones de nuestra geografía? ¿Dónde quedará Cervantes y el día del libro? «Cuida de este día» aconsejaron los místicos y los poetas. Ya no quedan místicos, por su insana costumbre de morirse jóvenes; ni poetas, estirpe a desaparecer por melancólicos. El mundo será de los eclécticos, de los transgresores y de los irreverentes, bendecidos por la progresía imperante. La cultura del esfuerzo y del sacrificio, empieza a ser un anacronismo.

¡Ya viene la conjura! ¡Ya viene!
Ya se oyen los claros clarines
la espada se tiñe con vivo reflejo
ya viene, oro y hierro, la conjura sin los paladines

(Rubén Darío y yo).

Cuidado amigos, lo que ahora tenéis entre las manos (me refiero al libro) corre el riesgo de convertirse en pieza de museo a merced de cualquier coleccionista despiadado que solo lo quiera para sí. Alguien está urdiendo un pacto para terminar con lo que aún queda de bueno y de bello.

¿Tendremos que emular la conducta de Abilio, el «prota» de la magnífica y desgarradora novela de mi amigo Sergio Coello El centauro bajo las aguas, por creer que no tenía encaje en esta sociedad? (Podréis comprobarlo por vosotros mismos, solo hay que «clicar» en el flanco derecho de la web del Olmo y hacer el pedido. Desde aquí os lo recomiendo).

Sólo deseo que, cuando el maligno invento se haga realidad, haya descargas, ilegales naturalmente, por un tubo, que para eso se paga un canon a los del trinque fino, aunque, claro, no tardarían en inventarse algo para impedirlo como la tecnología 3D, por ejemplo, ahora tan en boga. ¿Cómo se verán las letras en 3D? ¿Habrá que leer el libro entre tres? ¿Qué será entonces de la placidez que proporciona leer un libro en solitario dejando volar la imaginación? Entre tres va a ser complicado. Imaginaros a tres sujetos o sujetas (que no amarradas) con la imaginación cada uno/a a su aire; un cacharro en el vértice del tetraedro que compile los desvaríos de cada uno/a; y otro aparato más que convierta las señales digitales en analógicas, o a la inversa, para su comprensión.


Probablemente será más fácil que todo eso. Irremediablemente se perderá todo el encanto con un clic. El clic de un androide bastará para que todo se muestre como por ensalmo perdiéndose con ello el encanto y la sorpresa del descubrimiento y de la fascinación por lo desconocido, y todo por ser tan endiabladamente rápido, eficaz y puñeteramente profesional. Se perderá la sana costumbre de regalar un libro y la insana de prestarlo. «Libro prestado jamás recuperado», reza el refrán; y el que recibió el préstamo, después de que pase mil años, dirá esbozando una sonrisa: «Éste libro me lo dejó fulano de tal. Que bueno era el pobre».

Llegado hasta aquí y en busca del epílogo donde «yo pensé que no hallara consonante», como diría Lope en aquel soneto que le manó hacer Violante, termino pidiendo un deseo a un célebre catalán (al menos, ellos se lo apropian) que, por aquello de ser santo, lo mismo me escucha: «Espero fervientemente que Sant Jordi se cague en los muertos del autor de los e-books, o como se escriba en extranjero el engendro, obligándole a que se introduzca por el callejón oscuro el tallo de esa rosa forzada a quedarse compuesta y sin libro».