miércoles, 19 de mayo de 2010

La banca siempre gana

Cuando Mariano José de Larra escribió Vuelva Usted Mañana, no sólo retrató lo que era la perezosa Administración de entonces sino también la que se avecinaba, convirtiéndose como es hoy en un monstruo intimidador donde reina la taquicardia de ventanillas afuera, y el relajo —vacuna contra la cardiopatía isquémica— dentro, salvo alguna excepción que otra que también las hay.

Recordad que se trataba de un extranjero que portaba unas cartas de recomendaciones para tratar de arreglar cierto papeleo burocrático, pero a todos los lugares donde iba y pedía algo, le contestaban: «vuelva Ud. Mañana» y ese mañana nunca parecía llegar y cuando llegaba estaba mal lo que había solicitado, o no le servía, o había un error, o se había traspapelado… Y todo así por el estilo.

No sé si alguna vez os habrá pasado algo parecido, lo cierto es que desde hace dos años un vecino amigo, se ve inmerso en las tinieblas recaudatorias de la Administración pareciendo Dante inmerso en uno de sus tortuosos caminos. Ella trata de asirle con sus afiladas garras, y él de escabullirse a través de los vericuetos legales que le proporciona este estado de derecho que parece torcido las más de las veces. Se vale de cierta artimaña legal, por causa de un defecto de forma en la tramitación del expediente que le cursan, para esgrimir, cual paladín, un «Recurso de Alzada» con visos de cierto éxito, aunque de tardío horizonte temporal. Dicho de otra manera: les caza en un renuncio de novatos, y sin embargo siguen tramitando la causa a sabiendas. «¿No es esto prevaricación?», me suelta mi amigo convencido de mi asentimiento. «Como es algo que ahora se lleva tanto…, probablemente», respondo sin mucha convicción. Sin embargo esto es lo que anima a mi amigo a litigar como caballero sin espada, además de por cierto predicamento, contra el Ente vaporoso, siendo, como sabe, tarea complicada. Pero mi amigo que es testarudo como él solo persiste en «dar por culillo» dado que parece, según asesoramiento al respecto, que la razón le asiste y eso le «quirra» sobremanera. Yo le animo interesándome vivamente por el tema, y él me cuenta y pregunta como si su letrado fuera. Todo sea porque venza a ese monstruo voraz dependiente de este Gobierno corto de miras y largo de manos, cosa harto difícil; pero si así fuera, nos solazaríamos acodados en la barra del «bareto» de Juanín, el de Dúrcal, que está a dos pasos de la «Urba».

Y es verdad que todo está pergeñado para que la voracidad recaudatoria del Estado, a través de sus innumerables tentáculos, no pueda detenerse porque, ¿Cómo, de otra forma, podría sostenerse un sistema de innumerables sedes palaciegas, glamurosas estancias, y una legión de funcionarios y palmeros, presos del voto, dedicados a que pocas cosas funcionen?


El «miserable recaudador de impuestos» que es el Estado, se encuentra perfectamente blindado por los que legislan que, mira tú por donde, son ellos mismos, y consecuentemente pertrechados por los que tienen que hacer cumplir la ley —que es una cosa abstracta de libre interpretación que camina a la deriva y confusa sin saber si taparse los ojos o vendarse la nariz— que son los otros en perfecta unión y connivencia.

Pues hete aquí que, de los primeros, poco hay que hablar porque todo lo que merecen lo pensamos y bien, digo mal; y en cuanto a los segundos, todo el mundo pensaría que se tratan de individuos de «sano juicio y razonable ecuanimidad»; de lo contrario, no se explicaría que los grandes delincuentes se les escapen casi siempre, trincando sólo a los raterillos y pequeños trapaceros que no tienen donde caerse muertos dando todo ello que pensar porque, las más de las veces, parecen estar sometidos a extrañas presiones lisérgicas ya que no hay nada más que ver algunas de las resoluciones que a menudo sentencian. Entre esto y el estado de crispación y violencia verbal que genera el sectarismo, estamos apañados. Si no me crees, pon la «tele».

En cierta ocasión, estando en activo, mi empresa luchó a brazo partido con la Administración por causa de un documento que una mesa de contratación prejuzgó de antemano. Acudimos al mejor abogado administrativista de Granada cuyo nombre omito, obviamente. Y después de mucho tiempo, de muchas idas y venidas y de mucha pasta invertida, tuvimos que convenir en dejarlo por imposible ya que salía más caro el collar que el perro, pues, la minuta del abogado en cuestión no se componía de minutos, como es de rigor, sino de nanosegundos con un alto precio por cada uno de ellos, como si de pleitos marbellíes se tratara.


Recuerdo algo que un compañero abogado, del extinto curro, me dijo una vez: «Paco, es inútil, la Administración es como la banca, siempre gana».
Así que, si alguna vez nos solazamos en la barra de Juanín el de Dúrcal, será para cuando probablemente ya no lo contemos, y si así no fuera, será para lamentarnos, aburridos, por el socorrido «silencio administrativo» del que suelen echar mano cuando nada tienen que decir o cuando no quieren decir nada, y a ‘desestimar’ tocan. Hay que reconocer que ahí están sembrados, lo bordan.


Y para terminar con alguna chanza, chirigota o quinteto, ahora que se acerca el Corpus, nada mejor que una caroca (1), disfrazada de soneto:

Al audaz de mi amigo Ignacio
en un renuncio creen haberle pillado
pero él, envidando, en vez de frustrado,
no se lo toma más que como un prefacio

Larra lo entrevió muy despacio:
«En las garras de la Administración
sucumbirás, apabullado, sin vacilación
por mucho que te muestres reacio».

Empero, el rubor a nadie aflorará
dado que, en vez de explicaciones,
algún jefe de sección exclamará:

«Con nuestro silencio recurrente
evitaremos el archivo de la causa,
ejecutando, además, la demora pertinente.

f. cervantes gil.

(1) Para los guiris:
Las Carocas son unas quintillas que reflejan con humor e ironía la «malafollá» granaína y se manifiestan, principalmente, durante El corpus, que son las ferias y fiestas.

martes, 27 de abril de 2010

No sé si a vosotros...


A vosotros no sé si os pasará lo mismo, pero a mí ya me han metido el miedo en el cuerpo con esto de los libros digitales. Espero que aún pase algún tiempo hasta que esta amenaza se haga realidad aunque me temo que ya lo tenemos aquí, de momento, para los libros de texto.

La Universidad de Granada se torna pionera y a iniciativa de ella ya se han conformado, en principio y solo para libros de texto, unos artefactos o soportes multimedia, de antihigiénica ventana táctil, donde se podrán otear fórmulas, enunciados y pensamientos filosóficos en espera de que todo eso junto valga para la presunta formación académica de la que tanto hacen gala, entre otras cosas.


Me temo que, al igual que con los de texto, harán lo mismo con el resto de libros no tardando mucho, quedando éstos como meros ornamentos a merced del frío plumero y sin nadie que les acaricie el lomo. Se inundará el mercado con esta ‘buena nueva’ y no tardaremos en tener otro cacharro digital en casa dispuesto a dispersar ondas electromagnéticas que es de lo que se trata. Y he aquí por lo que me muestro ciertamente atribulado, cuando no desolado y compungido. Ya lo hemos importado ligado a su, como no, inseparable anglicismo: «e-books». Confieso que me aburre sobremanera leer en una pantalla; termino con las conjuntivas enrojecidas y me entero poco de lo que leo, aunque quizá sea por lo insólito de algunas propuestas.

El caso es que, a través de la ventana iluminada, mi atención se dispersa porque, como he dicho antes, me aburro soberanamente; de modo que prefiero mil veces sentir la textura del tomo y el languideo de sus hojas, antes que la tortura de tener que estar largo tiempo adorando al monitor por muy anoréxico que lo haya parido su puñetera madre. Desde la más tierna infancia, allá donde moran las historias en las que se forja la imaginación pueril, sentí especial placer al hojear ciertos libros, especialmente de aventuras.

Algunos domingos por la mañana después de echar un vistazo a los nuevos tebeos de El Capitán Trueno y El Jabato (a los que algunos no teníamos acceso por causa de la precariedad pecuniaria) en el kiosco de la plaza, nos íbamos a la biblioteca del pueblo recién estrenada a deleitarnos con aquellos volúmenes brillantes, de pasta dura y a todo color, de las aventuras de Tintín, principalmente.

Más tarde, por el gusanillo de lo nuevo, con los de Julio Verne, Mika Waltari, Mark Twain y hasta de Walter Scott y su vigoroso Ivanhoe para, finalmente, y ya corroyéndonos el vicio como posesos, establecer escarceos con la literatura contemporánea y, sobretodo, con la clásica. No fui consciente, hasta no ver la noticia publicada, del placer que supone asir con esmero algún que otro libro de un anaquel cualquiera a riesgo de dejar renqueante y trémulo al compañero adosado, para ojear cualquier sinopsis en su envés.


Y de la fascinación de adentrarse en diccionarios y enciclopedias que, marciales cual formación castrense, yacen en espera de consulta o apremio. Desde luego, maniobrar con los tomos enciclopédicos no tiene parangón frente a la impersonal Encarta o a la excesivamente democrática Wikipedia. Nada que objetar, sin embargo, a buscar algo en el «Google que estás en los cielos», ya que eso es otro cantar y un invento totalmente distinto. Sencillamente, eso, es otra cosa.

¿Qué será de las barrocas barracas de la célebre Cuesta de Moyano, si como se presagia todo se lleva a mal término a través de la endemoniada invasión cibernética? ¿Y de las coloristas y festivas ferias del libro celebradas por todos los rincones de nuestra geografía? ¿Dónde quedará Cervantes y el día del libro? «Cuida de este día» aconsejaron los místicos y los poetas. Ya no quedan místicos, por su insana costumbre de morirse jóvenes; ni poetas, estirpe a desaparecer por melancólicos. El mundo será de los eclécticos, de los transgresores y de los irreverentes, bendecidos por la progresía imperante. La cultura del esfuerzo y del sacrificio, empieza a ser un anacronismo.

¡Ya viene la conjura! ¡Ya viene!
Ya se oyen los claros clarines
la espada se tiñe con vivo reflejo
ya viene, oro y hierro, la conjura sin los paladines

(Rubén Darío y yo).

Cuidado amigos, lo que ahora tenéis entre las manos (me refiero al libro) corre el riesgo de convertirse en pieza de museo a merced de cualquier coleccionista despiadado que solo lo quiera para sí. Alguien está urdiendo un pacto para terminar con lo que aún queda de bueno y de bello.

¿Tendremos que emular la conducta de Abilio, el «prota» de la magnífica y desgarradora novela de mi amigo Sergio Coello El centauro bajo las aguas, por creer que no tenía encaje en esta sociedad? (Podréis comprobarlo por vosotros mismos, solo hay que «clicar» en el flanco derecho de la web del Olmo y hacer el pedido. Desde aquí os lo recomiendo).

Sólo deseo que, cuando el maligno invento se haga realidad, haya descargas, ilegales naturalmente, por un tubo, que para eso se paga un canon a los del trinque fino, aunque, claro, no tardarían en inventarse algo para impedirlo como la tecnología 3D, por ejemplo, ahora tan en boga. ¿Cómo se verán las letras en 3D? ¿Habrá que leer el libro entre tres? ¿Qué será entonces de la placidez que proporciona leer un libro en solitario dejando volar la imaginación? Entre tres va a ser complicado. Imaginaros a tres sujetos o sujetas (que no amarradas) con la imaginación cada uno/a a su aire; un cacharro en el vértice del tetraedro que compile los desvaríos de cada uno/a; y otro aparato más que convierta las señales digitales en analógicas, o a la inversa, para su comprensión.


Probablemente será más fácil que todo eso. Irremediablemente se perderá todo el encanto con un clic. El clic de un androide bastará para que todo se muestre como por ensalmo perdiéndose con ello el encanto y la sorpresa del descubrimiento y de la fascinación por lo desconocido, y todo por ser tan endiabladamente rápido, eficaz y puñeteramente profesional. Se perderá la sana costumbre de regalar un libro y la insana de prestarlo. «Libro prestado jamás recuperado», reza el refrán; y el que recibió el préstamo, después de que pase mil años, dirá esbozando una sonrisa: «Éste libro me lo dejó fulano de tal. Que bueno era el pobre».

Llegado hasta aquí y en busca del epílogo donde «yo pensé que no hallara consonante», como diría Lope en aquel soneto que le manó hacer Violante, termino pidiendo un deseo a un célebre catalán (al menos, ellos se lo apropian) que, por aquello de ser santo, lo mismo me escucha: «Espero fervientemente que Sant Jordi se cague en los muertos del autor de los e-books, o como se escriba en extranjero el engendro, obligándole a que se introduzca por el callejón oscuro el tallo de esa rosa forzada a quedarse compuesta y sin libro».