miércoles, 2 de diciembre de 2009

El zumbido burlón -Cuento de Navidad-

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En aquella plomiza mañana de tupida niebla, lo que menos apetecía a Don Anselmo era salir a la calle por mucho que su mujer le azuzara, subliminalmente, en pos de los primeros recados mañaneros. D. Anselmo está fuerte y camina firme; lo demás, son achaques propios de la etapa sexagenaria por la que deambula.
Su mujer no se queja, pero enfatiza por todo lo que tiene que hacer, sobretodo, en el día de hoy. No sólo tiene que pensar en la comida del mediodía, sino también en la cena con todos los preparativos que la tiranía de estas fechas impone, y con todos los comensales. «Porque vienen todos tus hijos y algunos acompañados, sabes».
Él le responde que también son hijos suyos; es más, le recuerda que, según la distribución porcentual que su condición femenina se otorga a menudo, son más suyos que de él. Aunque con tal de que cumpla con los encargos mañaneros sabe también que, su señora, es capaz de establecer la igualdad ganancial de posesión que por matrimonio les corresponde.


Lo primero que hace al salir del portal es cubrir su rala cabeza con el sombrero de fieltro al que tiene especial cariño; luego, comprobar que, efectivamente, hace tanto frío como sospechaba, pues la mañana era realmente gélida como temió al vislumbrarla al otro lado de la ventana; y después, enfiló hacia la tahona de la oronda Mari en pos del recado marital, abriéndose paso entre la espesa niebla.


El agradable tintineo del sonajero chino de la puerta de la tahona, es como si anunciara de la agradable fragancia que satura el ambiente, embriagándote dulzón. Mari te recibe solícita con su amplia sonrisa de siempre, haciendo que suba el ánimo por muy desapacible que sea el día. Hoy le acompaña su ayudanta, guapísima, y D. Anselmo no comprende como los parroquianos no hacen cola cuando ella viene, que no son todos los días sino «cuando hay más faena», como dice la dueña. Conmina a su hijo menor que tire los tejos a la bella damisela, pero no hay forma. Y él no se los tira porque, piensa, que lo mismo le descalabra al devolverle alguno.

Antes de efectuar el pedido, y sin terminar la salutación que las fechas obligan, un zumbido intermitente se adueña del local sin que ninguna de ellas se alarme. Sorprendido al principio, pero haciendo gala del buen humor que le caracteriza, D. Anselmo trata de tranquilizarlas diciendo: «No será por mí, eh». «No, si es el horno que se ha estropeado» responde la inocente ayudanta con la otra mejor sonrisa del día. «Es que como en el banco ocurre lo mismo cuando entro, pues me había asustado creyendo que me persigue el dichoso zumbido» —prosiguió D. Anselmo con humor, preso ya del embriagador ambiente—.

—oooOooo—

— ¿En el banco le ocurre eso? —preguntó la ingenua ayudanta asombrada—.


— Si, sí, respondió. No creas que es cosa de Chiquito de la Calzada, que en la realidad también ocurre. Sin ir más lejos, el otro día al entrar en la sucursal cundió la alarma porque sonó la ídem. El cuadro fue digno del mejor Billy Wilder. El interventor se puso nerviosísimo subiéndosele los manguitos a los bíceps; el Director, no sabía donde meterse, y el cajero…


— ¿Qué le pasó al cajero? —preguntó la guapa ayudanta con asombro—.

— Ah, cara de ángel, el cajero cogió un arma que guardaba bajo el mostrador y se apuntó a la sien con ánimo de intimidarme.

— ¡Por Dios bendito! —exclamó la principianta—.

— Diablos, estaba blindado —se sorprendió la dueña que inquirió a continuación: «Pero D. Anselmo, si era para intimidarle tendría que haber apuntado hacia usted ¿No?—.

— Ya, pero es tan buena persona que no sabría que hacer con una pistola apuntando al frente. El caso
es que no tuve más remedio que tranquilizarles echando mano de esa voz de barítono que, como saben ustedes, Dios me ha dado y que hago uso de ella sólo en momentos clave: «Tranquilos muchachos, vengo a proponeros un trato».

— ¿Un trato? Prefiero darte un crédito —repuso el «dire» con autoridad, visiblemente nervioso—.


— Vamos Alex, le dije familiarmente. No quiero más créditos. Estoy harto. No ves que, encima, no los pago.


— Pues es verdad —dijo así como cayendo. De todas formas, menos un trato tuyo, cualquier cosa—.


— Estoy dispuesto a abonar mis deudas —dije ante el escepticismo de la parroquia. Con condiciones,
evidentemente. Y esas condiciones te atañen a ti. Ya sabes Alex: el que algo quiere, algo le cuesta—.

— Con tal de que abones lo que debes, que como no te haya tocado la lotería será imposible, haré un
esfuerzo por escucharte.

¡El muy rufián había dado en el clavo! ¿Cómo sabía que la suerte me había sido propicia recientemente? ¿Habría sido casual o verdaderamente tenía un sexto sentido? Claro, de otra forma, no estaría donde está. No en vano se había convertido en banquero gracias a la práctica del bello oficio de la extorsión y la usura, el muy pícaro, siendo esto lo que le valió para abandonar, tiempo atrás, el puesto de bancario asalariado.



— Se trata de que concedas microcréditos a interés simbólico y a devolver en cómodos plazos a todos aquellos que estén sin trabajo y verdaderamente necesitados. Elegiremos un grupo razonablemente numeroso —le dije sin creérmelo del todo—.

— Ah, vamos. Yo no se hacer esas cosas —dijo mintiendo sinceramente. Si fuese al contrario, tengo todas
las fórmulas, ya sabes. Además tendría que hacer cursillos acelerados y todo eso. Menudo rollo. Por otra parte ¿Qué gano en todo esto? ¿Te olvidas de que ahora soy banquero?—.

— No, no me olvido bribón. Ganarás paz en tu conciencia ¿Te parece poco? ¿Desde cuando no duermes a
pierna suelta, truhán? Yo también colaboraré enjugando parte del desembolso por los desmedidos intereses que me has repercutido con saña. El resto, de tu propio peculio. Y no hará falta cursillo alguno, «Mr. Scrooge», yo te diré como. Todo sea por nuestra vieja amistad, afortunadamente en desuso.

Y así, ante el asombro de sus empleados y del resto de la clientela, fui relatando y haciendo ver al granuja usurero que podría quedar en paz consigo mismo si hacía felices a aquellos pobres diablos ya que no era mala época para intentarlo. El que yo participara en el gasto era lo que más le llenó de júbilo a juzgar por el sospechoso brillo que apareció en sus ojillos de rata.


—oooOooo—

— ¿Le pasa algo D. Anselmo? ¿Se encuentra Usted bien?

La voz de Mary, que pareció salir de la ultratumba, y su mano zarandeándole el brazo, logró sobresaltarle. Otra vez había perdido la noción del tiempo ensimismándose de aquella manera que ya su mujer, en alguna ocasión, le había alertado. Tendría que visitar de nuevo al doctor, y no le hacía ni pizca de gracia.

Tenía delante de sus narices el encargo que Mari, primorosamente, había preparado con papel y cinta de regalo acompañado con la mejor de sus sonrisas que, aún sin ser fiestas, siempre obsequiaba de balde.

— Si Mary, gracias. Feliz Navidad —repuso azorado por haberse quedado tan absorto—.

— Feliz Navidad D. Anselmo —contestó ella con gesto de preocupación—.


— ¡D. Anselmo, el sombrero! —alertó la bella dependienta, señalando la parte superior de un barroco perchero de madera que, junto a un cuadro inglés, adornaba la entrada—.

— Gracias chiquilla —respondió murmurando de nuevo un montón de felicitaciones—.


Al salir al exterior, una brisa gélida no le acarició el rostro precisamente. La espesa niebla había desaparecido dejando paso al sol radiante que mora por estos lares dotando al límpido ambiente de una luz cegadora. Atusó el ala de su Stetson a lo Humphrey Bogart y miró al cielo para asegurarse que estaba despejado y nítido, señal inequívoca de un postrero frío demoledor. Acto seguido, se encaminó hacia el Kiosco de prensa de su amigo Antonio donde comentarían, como era de rigor, alguna que otra noticia de primera plana. Ni siquiera reparó en la sórdida sucursal bancaria que ocupaba la mejor esquina de la plaza. Ni que Alex, tocado con sombrero y pulcro abrigo de cashmere, se dispusiera a salir. Como él decía: «para ir a desayunar opíparamente sin cargo de conciencia, el muy ladrón»


«Esta noche, no nevará al menos», se dijo.




FIN